miércoles, 19 de septiembre de 2007

De Gustavo Arango, un merecido reconocimiento a las lenguas...


Me parece muy bueno que a la lengua se le hagan homenajes. La lengua es útil, graciosa y extraordinaria. La lengua se merece hasta una estatua.
Cuando era muy pequeña, mi hija sorprendía a las visitas confesándoles que a su adorado padre le encantaba la lengua. Luego de tosecitas y miradas, la madre se apuraba a dar explicaciones no pedidas, a decir que la lengua de la que la niña hablaba era la lengua de res en salsa con un poquito de vino.
Es cierto, lo confieso, la lengua me fascina. Pero sería impreciso asegurar que solo la lengua al vino.
La lengua me parece prodigiosa, es aquello que nos vuelve más humanos.
Analfabeta culinario, tardé media vida en aprender que en la lengua está la alegría de comer. Hasta entonces, la lengua había sido para mí un molesto obstáculo en el camino de la comida rumbo al estómago, un risco carnoso que entorpecía mi prisa por alcanzar la llenura deseada.
Necesité maestras amorosas y pacientes para entender las virtudes de la morosidad al saborear, de la delectación, para poder sentir en todo el cuerpo las variadas embriagueces que los sabores provocan.
En la lengua está también la gracia del besar. No denigro de los labios, por supuesto, ¿quién puede hacerlo? Pero la lengua da a los besos dimensiones siderales.
A la lengua le debemos estremecedores contactos con los otros. Las caricias son muy ricas, lo mismo son los abrazos, pero el encuentro con la lengua de otro ser tiene algo de revelación, de salto en la inmensidad.
Todavía recuerdo el toque de lengua con una compañerita del jardín infantil. No creo confesar nada indebido si digo que la idea fue de ella. Me parece equivocado decir que aquello fue un beso, fue más un experimento de animalitos cachorros, pero sé que aquel corrientazo, como de pila cuadrada, se revive en la memoria de mi cuerpo cada vez que mi lengua entusiastahabita en otra boca, cada vez que me deslizo palpitando en las arenas movedizas de otro ser.
Pero sin duda una de las manifestaciones más sublimes de la lengua es la de las felicidades de la cama. Digo la cama, para no extenderme en reflexiones locativas. Lo cierto es que la lengua es decisiva para que los encuentros amatorios sean menos mecánicos, menos réplicas cercanas de apremios animales.
A la lengua le debemos la caricia inteligente, ese entregar y recibir localizado y diligente, reconcentrado y húmedo, estremecedor, liso y rugoso, que nos sube hasta el éxtasis místico y luego nos devuelve a una vida renovada.
En cuanto a la otra lengua, aquella que en estos días se celebra con rituales cortesanos, me parece que es la hora de llamarla de un modo más apropiado.
Seguir diciendo que es español resulta tan anacrónico como si las lenguas romances hubieran seguido llamándose latín. Es, también, como si el sufrimiento y la esperanza de tantos pueblos no hubiera transformado para siempre y de manera irreversible ese dialecto de abusivos.
Me parece que está cerca ese momento en que lleguemos a admitir que lo que hablamos en América son lenguas que hace rato le dijeron adiós al castellano.Nueva York, febrero de 2007.

Gustavo Arango Toro, Centrópolis http://www.centropolis.com.co/index.php?option=com_content&task=category&sectionid=2&id=71&Itemid=34


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