domingo, 23 de diciembre de 2007

Manos


Nací con manos bellas, de dedos ágiles y fáciles para la caricia.
Un día cualquiera, mientras te llevaba el desayuno a la cama (que más tarde supe que despreciabas por aquello de que “nunca me ha parecido pulcro comer en la cama”) uno de mis dedos, el del medio, resbaló entre la taza de café con leche y la tostada.
Suerte que no fue el que lleva la marca del anillo, que los soles de veinte años decoloraron, dejándola tan parecida a la del hierro caliente con que se marcan las reses para evitar el abigeato.
Con el tiempo mientras te lavaba las camisas, masajeaba tu espalda o cocinaba tu comida, uno a uno fueron cayendo, como pétalos de flores marchitas, algunos casi sin dolor. El último, el anular, cayó justo hace un año, durante la fiesta que organizaste con motivo de tus éxitos profesionales. Estabas tan orgulloso que no lo viste rodar justo al lado del pergamino con que la empresa enaltecía tus logros.
Ahora alguien me ha dicho que es un defecto genético, pero no lo creo. Yo creo que saltaron de mis manos, porque eran ágiles y fáciles para la caricia...

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