domingo, 29 de junio de 2008

Cielos

Desearía que hubieran podido verla: estaba hermosa, perfecta. Cuando me dí vuelta para acomodar mi cuerpo la descubrí prendida del cielo, tan libre que se podía dar el lujo de desafiar la gravedad. Su forma, indefinida al principio, no tardó en revelarse clara: un elefante o una elefanta, me disculpan pero comprenderán que a tal distancia, tratar de darle a ustedes ciertas precisiones no sería más que especular. Quiero sincerarme y reconocer que verla y querer hacerla mía fue un solo pensamiento. Difícil llegar a ella, pero valía la pena intentarlo.




La decisión debía tomarse rápido. Su forma cada vez más precisa insinuaba que no tardaría en irse a visitar otros rumbos. Blanca, con esa blancura incierta de quien está luchando por no mostrarse vulnerable, mi nube parecía dirigirse presurosa a otro cielo. Tal vez escondía tormentas o un breve paraíso húmedo. Nunca lo sabría, a menos que le pusiera mi marca, sin que lo notara. Me repetía una y otra vez que sólo deseaba poder seguirla pero, en el fondo de mí, sabía que era un intento desesperado para evitar que me olvidara cuando estuviera lejos.




Sé que suena cobarde y rastrero, pero nunca he dicho que soy una blanca paloma y aún, ni en ellas, se debe confiar demasiado. Cuando logré acercarme lo suficiente me cautivó su sonrisa y quise que fuera tan mía como suyos eran mis miedos y mis sueños. Estaba tan cerca que con mis uñas fácilmente podían tatuar mi nombre, como quien busca evitar un hurto.




Dudé un momento ante la inminencia de su partida. Una mirada, que para ustedes hubiera sido imperceptible marcó la diferencia. Tomé la decisión, me tragué las lágrimas, escondí mis deseos. Agradecí a las estrellas que me dejaron compartir el privilegio de tocarla y la dejé partir, con la conciencia de que cualquier cadena, cualquier amarra, la lastimaría irremediablemente.




Hoy amanece menos brillante mi cielo, pero de algún modo incierto soy feliz de saber que hay un cielo, con una elefanta, aunque sin mi nombre.

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